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    Colonia del Sacramento: Fado da saudade

    En total, habíamos decidido quedarnos en Buenos Aires 10 días. Teníamos fecha de retorno  ya definida pero aún  nos quedaban tres días libres antes de volver. Como ya he contado, mi primer viaje a Argentina fue en los años 90 cuando el país estaba en la cresta alta de las reformas económicas, bajo el estandarte de las privatizaciones que ondeó en toda la región, con sus ciudadanos vacacionando en el exterior; el momento en que daba lo mismo llenar las maletas en Buenos Aires o Miami a causa de la paridad cambiaria.

    En esta ocasión el panorama había cambiado profundamente y los turistas estaban entre los más favorecidos por el bajón del peso argentino. Así nos pudimos permitir reservar un loft en el barrio de Recoleta,  una de las zonas más tradicionales de Buenos Aires en la que se concentran tiendas de decoración, cafés y restaurantes, y que alberga a un gran número de hoteles de alcurnia.

    La verdad es que nuestra ubicación era inmejorable: a un par de cuadras de la avenida Santa Fe, una de las arterías más transitadas de Buenos Aires. Podíamos desplazarnos en todas las direcciones con la seguridad de hallar siempre algo interesante. Nuestro estudio estaba en el décimo piso y teníamos una terraza desde la cual divisábamos los edificios vecinos que explicaban  el porqué Buenos Aires era el Paris sudamericano. El famoso cementerio de La Recoleta, donde descansan los restos de Eva Perón y otros celebres argentinos, el centro Cultural Recoleta (con sus siempre interesantes ofertas formativas), el Museo Nacional de Bellas Artes, o el Teatro Colón estaban muy al alcance.

    En nuestra primeras noches ya habíamos asistido –como corresponde a quien visita la ciudad– al show de tango en La Ventana, uno de los reputados centros de tango rebosantes de turistas. Admiradora de los bailes pasionales, yo estaba también expectante de la realización de la Bienal de Flamenco que se desarrollaría en esos mismos días con la presencia de lo más granado del baile flamenco venido desde España. Gracias a una amiga tuvimos la oportunidad de acudir a una exhibición singular y conocer un lugar en transformación: ella había sido invitada a asistir a una presentación destinada a la prensa en La Usina del Arte, un inmenso edificio construido en 1912 para alojar los motores de la compañía italo-argentina de electricidad y que funcionó hasta los años 80. Abandonada por décadas, había sido remozada en el último tiempo para acreditarse como un nuevo espacio cultural en la ciudad. Era la evidencia de que Buenos Aires estaba a la orden con las tendencias mundiales en eso de reinventar suburbios marginales, olvidados o problemáticos, a partir del establecimiento de un foco cultural que irradie “luz” a su entorno.

    Paseando por las calles y los locales de Palermo Viejo –un barrio que se vendía como Palermo Soho, atrayendo a turistas de diverso perfil, aunque sin imponerse del todo con el nuevo nombre entre los locales– uno se da cuenta de que los porteños son los especialistas regionales en decoración: la mayoría de sus tiendas están primorosamente ataviadas –lo que se denomina “boutique con concepto”– de forma tal que tienen gran personalidad. De todas formas, algo molestoso es que también les llegó la moda de impregnar sus ambientes con perfumes de toda especie que, al cabo de algunos minutos, obligan a salir del lugar por el hartazgo provocado por los aromas dulzones.

    En esos días habíamos escuchado de la situación caótica que se vivía en algunos barrios a causa de los problemas que estaba ocasionando la ola de ardor en la ciudad, en combinación con un sistema de generación de energía eléctrica ya obsoleto: alimentos en descomposición en las casas y en los supermercados. El tema escalaba incluso a los niveles sanitarios y laborales: cortes prolongados que arriesgaban vidas e industrias que trabajaban a medio motor por temor provocar la ruina de sus maquinas entre tanta caída del sistema.

    Después de un par de días, el caos llegó también hasta las zonas turísticas y nuestro propio edificio. Por la noche no quedó otra que subir los diez pisos por las estrechas gradas de auxilio, iluminados por una linterna de mano, y entrar a tientas a nuestro estudio que, con la oscuridad y el calor acumulado, era como ingresar a una boca de lobo ardiente. Hubo sueño, pero no descanso. Para la gente de montaña es imposible dormir cuando el termómetro exige renovar toallas húmedas para refrescar el cuerpo.

    Saturados del bullicio de la ciudad y de las noches de poco sueño a causa del calor, decidimos apurar la siguiente etapa del viaje: iríamos a Colonia del Sacramento, al otro lado del Río de la Plata, sobre la costa uruguaya.

    Encontrar algo de forma tradicional, es decir sin Google Maps en Buenos Aires, es misión casi imposible para un turista. Todos los porteños –desde el transeúnte hasta el empleado de correos o el de la oficina turística– dan por supuesto que quien pregunta por alguna dirección está enterado del nombre de las calles y familiarizado con los procesos burocráticos locales: desde averiguar dónde se encuentra el banco acreditado para el cambio de dólares y los requisitos (sólo posible para los turistas con pasaporte en mano), hasta intentar obtener la tarjeta SUBE (instrumento indispensable para usar los buses a costos mínimos en la ciudad y que nadie sabe dónde se consigue), o pretender comprar tickets en la empresa de transporte fluvial o marítimo con la que queríamos trasladarnos hasta Uruguay. Nuestro conserje nos había aconsejado hacer la compra de billetes personalmente y no bajo el sistema online porque éste era considerado moroso, poco informativo e ineficiente. El consejo nos ahorro mucho tiempo y nos permitió descubrir algo nuevo: en los mostradores de la empresa los turistas eran bien informados, efectivamente, pero estaban impedidos de pagar con tarjeta de crédito: “Cash en dólares, por favor”.

    Ansiosos de bajar la temperatura, pagamos. A cambio no sólo nos dieron los billetes sino también suculentos tips de viaje: que diciembre sería un excelente mes para ir a Punta del Este, uno de los balnearios más apetecidos por los argentinos, porque entre enero y marzo era imposible conseguir hoteles y menos a precios razonables. A mí que nunca me han gustado ni la arena ni los aromas marítimos, sino más bien las ciudades con su historia y la gente en su vida urbana, la oferta me provocó una sonrisa y ningún pestañeo. De todas formas paso el dato a quienes gustan de las playas, sus ocasos y los barcos en el horizonte.

    Retornamos a nuestro loft entusiasmados con el plan del día siguiente: ¡Cruzaríamos el Río de la Plata!

    Aquella noche el calor fue tal que apenas pudimos conciliar el sueño por un par de horas. Por suerte habíamos recolectado agua en la tina del baño y pasábamos a refrescarnos por turnos o nos cubríamos con toallas húmedas para asegurarnos algunos minutos de sueño.

    De todas formas debíamos sentirnos privilegiados porque nuestro inconveniente era sólo el mal sueño, mientras que para cientos de familias los problemas se atropellaban por la carencia de energía. Al riesgo de la vida de los enfermos en los hospitales o sus domicilios, a la descomposición de los alimentos en las heladeras, se sucedían las noticias de saqueos en los supermercados e inseguridad ciudadana al caer la noche. Buenos Aires ardía en fiebre y un sentimiento de impotencia y furia quedaba reflejado en sus medios de comunicación a través de reportajes.

    Salimos muy temprano rumbo a Puerto Madero para abordar el ferry hacia nuestro destino del día. Nos habían advertido de llevar nuestros pasaportes y tomar las previsiones para el cambio de moneda. Nuestra embarcación era el Eladia Isabel, un enorme navío de 82 metros de eslora y 20 de manga que recorría las aguas del Río de la Plata a 15 nudos de velocidad. La nave tenía la capacidad de transportar a 450 pasajeros.

    Poner un pie en el buque equivalía a cambiar de nación: marinos uruguayos estaban al control de los documentos de migración y del equipaje. Salimos puntuales. Nos emocionó el perfil de Buenos Aires vista desde las aguas cuando íbamos tomando distancia. Lo recuerdo como un cuadro valioso.

    Habíamos dejado el puerto a las 8:15 y nos esperaban tres horas de viaje. Era un día de semana y junto a nosotros iban no más de 50 pasajeros. Más que turistas parecían argentinos que buscaban visitar los cajeros automáticos del lado uruguayo. Nuestra primera hora la ocupamos dormitando en las butacas para reponernos del cansancio acumulado en las últimas noches de mal sueño. Teníamos los ojos ya irritados. Habíamos pagado 140 dólares al cambio por un viaje lento (otros ferrys recorren el mismo tramo en 1 hora) ya que no teníamos ninguna prisa. Nos recompusimos con café y sándwiches básicos de la cafetería. Los espacios cerrados del ferry no eran sus sitios más atractivos, eran una razón para salir a cubierta.

    Cerca de las once de la mañana divisamos los bordes de lo que seguramente era Colonia del Sacramento. La temperatura era por demás agradable.

    Yo sé que el tiempo no para/El tiempo es cosa rara/Y la gente sólo lo repara/ Cuando éste ya pasó/ repite la cantante portuguesa Mariza en el fado O Tempo Não Pára. Y la letra y melodía no salían de mi mente al poner el pie dentro del casco viejo de Colonia. ¡Una pequeña ciudad en Sudamérica… tan fuera de contexto! En dos vistas teníamos ya la impresión de estar en algún lugar de Portugal.

    Bild: travelblog.orgColonia es hoy una pequeña ciudad de 123 mil habitantes que impresiona, entre otras cosas, por su verdor y calma, y también por su afición a los autos antiguos. Su historia… su historia es un capítulo aparte.

    Con la sensación de estar en otro continente, aquel día nos paseamos por todos los rincones posibles. Colonia del Sacramento fue fundada en 1680 por las tropas portuguesas asentadas sobre las costas orientales del Río de la Plata. En ese tiempo los reinos de España y Portugal convivían en guerra en la zona ya que ambos pretendían

    ampliar sus dominios a pesar de los acuerdos bilaterales que tenían a partir del Tratado de Tordesillas de 1494 que repartía las zonas de navegación y conquista del océano Atlántico y del Nuevo Mundo.

    Fue constituida como una ciudad de paso y se convirtió en el centro de los conflictos armados más importantes del Río de la Plata. A lo largo de sus siglos, Colonia del Sacramento pasó de manos portuguesas a manos españolas, luego volvieron los portugueses y luego los españoles. Un ir y venir que se advierte hoy en sus calles y disposición, sus piedras, sus edificaciones, sus colores y hasta sus sonidos.

    Hasta la década de 1960 la ciudad no se había preocupado por rescatar las edificaciones heredadas que, después de más de 200 años de descuido, estaban en ruinas. Fue a finales de la misma década cuando se tomó conciencia del valor arquitectónico del casco viejo de la ciudad y se inició su reconstrucción. A falta de aeropuerto, a Colonia se llegaba en hidroavión hasta los años 60 (un dato que me pareció por demás curioso). En 1995 Colonia del Sacramento fue declarada Patrimonio de la Humanidad y en la actualidad es la ciudad más pintoresca y la segunda más turística del Uruguay. Evidencia del paso portugués en la Sudamérica de habla española.

    Pero Colonia del Sacramento no sólo tiene que ver con portugueses y españoles. Su historia moderna está también ligada a los argentinos y a sus momentos políticos más tensos: “Colonia tiene una significancia especial para los argentinos. Fue el territorio de salvataje para los disidentes en las épocas dictatoriales. Si había que huir de la dictadura, Colonia era lo más cercano. Una mención aparte merece Radio Colonia. Esta emisora fue la de mayor audiencia en Argentina en tiempos en los que las radios locales eran alimentadas con contenidos gubernamentales y en los que la verdad, era la verdad maquillada desde el gobierno, al mejor estilo de los gobiernos autoritarios”, me reveló Santiago Calderón, mi amigo porteño del que ya comenté antes.

    Bild: www.coloniauy.comComo toda ciudad turística Colonia del Sacramento tenía también sus rincones para hacerse de algún souvenir. Sin quererlo, llegamos a una pequeña tienda de joyas artesanales con hermosos diseños trabajados en oro y plata. La diseñadora era una argentina de ascendencia austriaca que había decidido cambiar el bullicio porteño por una vida casi de meditación en Colonia. Para sorpresa suya, resultó teniendo más compradores en Colonia que en Buenos Aires. Su establecimiento estaba en el camino de cientos de visitantes que esperaban llevarse algo de Colonia como recuerdo. No le pregunté si emigró en tiempos de la dictadura argentina. Habría sido la prueba viviente de la historia de mi amigo Santiago Calderón.

    Emprendimos el retorno a las siete. Nos sobraban las ganas de quedarnos por un par de días, pero ya teníamos los tickets de retorno además de un par de maletas esperándonos en el hotel. La caída del sol en el Río de la Plata y la vista del perfil nocturno de Buenos Aires al llegar a la ciudad fueron los espectáculos de luces que tuvimos en la jornada. Llegamos a las 10 de la noche, más tarde de lo esperado, y tuvimos que caminar hasta nuestro hospedaje. Era imposible conseguir taxis libres ante la gran cantidad de pasajeros que descendía de nuestro ferry. En el retorno a pie nos percatamos de que habían más edificios oscuros que el día anterior… ¿o era sólo una impresión?

    Llegamos a nuestro hotel ya sin ninguna esperanza de que el problema eléctrico se hubiese resuelto. El día anterior habían prometido una solución, pero nosotros ya habíamos perdido la fe en el trecho recorrido desde Puerto Madero.  El conserje nos esperaba en tinieblas y nos informó que el edificio había sido ya evacuado. Era un edificio de diez pisos con el 50 por ciento de sus departamentos arrendado a turistas. El inmueble tenía el encanto de aproximar al visitante a la vida cotidiana del porteño avecindado en Recoleta. El lobby era como un pequeño escenario donde el turista podía acercarse a las prácticas culturales cotidianas de sus vecinos.  Por ejemplo salir con el jogging puesto y entregar el perro al paseador de mascotas  –una actividad remunerada de eterno auge en Buenos Aires– para luego salir inmediatamente a correr relajadamente por la cuadra o por el parque próximo. Todo muy claro: América Latina es un continente de asimetrías corriendo en paralelo.

    Ante la imagen de otra noche de insomnio a causa del calor, pero sobre todo ante la sensación de quedar como únicos habitantes de un edificio en tinieblas, pedimos al conserje darnos referencias de algún hotel próximo. La caída de energía había provocado también la caída del servicio telefónico. Una situación de caos en la ciudad.  No quedó más alternativa que salir a buscar hospedaje en las inmediaciones por cuenta propia. Reparamos que estábamos próximos a la media noche.

    ¡Por suerte Buenos Aires nunca duerme!, me dije a mí misma para darme valor y salir a la aventura nocturna. Sin embargo, nuestro barrio parecía dormir plácidamente en la completa oscuridad. Pensamos que hallar un hotel sería un simple asunto de trámite: no estábamos en temporada alta. Mala suposición: Buenos Aires siempre está de temporada turística  y los hoteles con energía eléctrica, aún trabajando con restricciones de uso, están repletos de gente local o extranjera que quiere escapar del calor y sus inconvenientes.

    Ingresamos en varios hoteles y volvimos a salir con nuestras maletas a cuestas: todo estaba lleno y sólo habían habitaciones libres en hoteles que tenían únicamente baterías para alumbrar el lobby. Una situación completamente nueva en nuestras vidas: tocar las puertas de hoteles de primera, de segunda y de tercera en una sola noche en busca de albergue.

    Mientras caminábamos por las calles semivacías y en penumbras, pensaba que esa era casi una experiencia bíblica que nos tocaba vivir a pocos días antes de la Navidad, en pleno siglo XXI. Ni la necesidad, ni el dinero en efectivo o plástico nos procuraron un techo y Buenos Aires era una luz que decaía lentamente… Pequenas verdades, un otro fado.

     

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