• Periodismo y miradas desde dos culturas...

    Salta, San Lorenzo y salpicones de vino

    En esos días Argentina era un país barato, pero comprobamos que las zonas turísticas esquivan las crisis económicas gracias al dólar que es la moneda madre en esos territorios

     

    Nuestro propósito era llegar a Salta lo antes posible así que tomamos con premura la primera oferta de compra inmediata de boletos que nos hicieron los auxiliares de venta de tickets apostados en las cercanías de una especie de agencia de viajes que también oficiaba de estación de buses en La Quiaca. Eran jovencitos que salían al encuentro de cada potencial pasajero y que se ganaban la vida trabajando dentro y fuera de los buses. Era pasado el mediodía y ninguno tenía cara de haber ocupado su mañana en el colegio. La pobreza que nunca renuncia a pasar factura a la educación en esta parte del mundo.

    Mientras comprábamos los boletos a toda prisa, pregunté  al encargado por la duración de nuestro viaje. Estimó 5 horas. Corriendo junto al muchacho que nos acompañaba a alcanzar nuestro bus, pregunté por lo mismo: “El bus es una flecha. Llegarán en seis horas”, dijo. El chofer, por su parte, aseguró que llegaríamos en siete.

    Eran alrededor de las 14:30 y llegamos a Salta al borde de la medianoche. El viaje nos tomó casi 10 horas, pero supongo que es algo poco común ya que nuestra demora obedeció a dos imprevistos: ingresamos a la ciudad de Jujuy en busca de la esposa del propietario del bus que debía entregar al conductor el dinero para pagar el combustible… luego nos tocó la larga espera en la estación de carburantes. Por fortuna ya habíamos conseguido el dinero de la mandamás del negocio. En eso hubo previsión, debo admitirlo.

    Pero me aceleré con los hechos, frenemos y volvamos a la carretera. A poco de dejar La Quiaca, una población de más de 15 mil habitantes y que es el punto fronterizo más al norte en el mapa argentino, el paisaje se fue transformando. Mientras rodábamos por un asfalto impecable, veía como las duras y rocosas montañas que nos habían acompañado en el lado boliviano se iban suavizando. Los colores, por su parte, comenzaron a inflamarse en toda la gama de los ocres hasta imponerse los rojos.

    Estábamos próximos al Cerro de los siete colores, la famosa montaña que atrae a miles de turistas hasta la población de Purmamarca –una de las mayores atracciones de Jujuy junto a Humahuaca y Tilcara–, pero teníamos la sensación de estar rodeados de más de un coloso multicolor.

    Al pasar por Purmamarca y Tilcara reparé en la infraestructura turística y sentí admiración por la dinámica argentina. Observé atractivos y bien cuidados hotelitos, además de la atinada presencia del Centro Cultural de la Quebrada. Pensé en los mochileros argentinos con los que había conversado en el Wara Wara del Sur y la experiencia negativa que tuvieron con la Ruta del Che en Bolivia. Era evidente que la inversión privada y estatal iban de la mano en el norte argentino: una carretera bien cuidada llevaba a los turistas a ciudades y poblaciones que parecían tratar muy bien a sus visitantes y, ellas mismas, vivir bastante bien gracias al turismo. Nos quedamos con ganas de pasar un par de días en uno de esos lugares.

    Llegamos a las 23:30 y la terminal de buses de Salta estaba ya cerrada. Las personas que descendían del bus junto a nosotros se apresuraban en tomar los pocos taxis que aún quedaban en el lugar. Hicimos lo mismo y le pedimos al taxista llevarnos a San Lorenzo. No teníamos ni idea de la distancia que debíamos recorrer y menos del sitio que nos esperaba.

    Nos tomó 12 minutos arribar a nuestro hotel. La noche estaba tan cerrada que ni siquiera era posible distinguir el perfil del nuestro hospedaje. Era casi medianoche y desconocíamos los usos y costumbres de la hotelería local. No contábamos con que el encargado del hotel, un muchacho próximo a la treintena, estuviese atento a nuestra llegada. Nos ubicó en nuestra habitación para tres y todavía nos ofreció alguna bebida caliente. Aunque sólo había visto los pasillos y nuestra habitación, tenía la sensación de que estábamos en un sitio acogedor y que Salta era un lugar de gente muy amable. ¡Algunos hoteles no saben cuántas buenas sensaciones transmiten los gestos oportunos de su personal!

    © T. Torres-HeuchelDespertamos por el sonido de los pájaros. ¿Hay mejor anuncio del día que ese? Por el gran ventanal se veía la bruma y, en el fondo, un mar de montañas verdes. Al salir al balcón sentí como todos los aromas atrapados de la mañana me invadían y conquistaban cada espacio que aún quedaba libre a ese efecto húmedo de bosque, lluvias, sabores y gritos escondidos que se pega hasta en la piel. Estábamos en el Hotel Selva Montana y, por su aspecto, era obvio que habíamos hecho un alto en nuestra aventura mochilera para premiarnos con comodidad y buen gusto.

    Una hora más tarde el sol se acomodaba en la terraza-comedor. Desayunamos disfrutando del paisaje y la temperatura. Bandadas de pájaros se dejaban oír al pasar por nuestro cielo. Alguno se detenía en nuestra baranda, antes de perderse por los cerros y quebradas que teníamos como telón de fondo. El día aseguraba calor: eran las ocho de la mañana y ya teníamos 28 grados. Sobre los 1.450 metros, estábamos en tierra de helechos, árboles, hierbas muy altas, musgo, pinos, cedros, jacarandás y orquídeas. Un cuadro completamente ajeno a la idea que uno tiene de Salta, más asociada con la vegetación típica de pampa.

    Después de organizar los detalles para una excursión a la zona de los vinos para el día siguiente, nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Aunque era posible ordenar un taxi al hotel, preferimos salir a la calle y tomar el transporte público. En Salta el aire estaba más caliente y sus calles rebozaban de gente. Las motos dominaban el tráfico.

    Era casi mediodía y abundaban los grupos de colegiales uniformados con guardapolvos blancos que seguramente volvían a sus casas. Salta, aunque colonial, tenía algo de ciudad grande de sur boliviano o norte chileno: calles centrales pobladas de bullicioso comercio y apacibles negocios detenidos en el tiempo. Me concentré en sus guapas mujeres que parecían atrapar la fuerza de terremotos en su mirada. Por la tarde visitamos un par de sitios históricos de interés. Más que nada, buscábamos sombra en el pasado, escapando del sol presente que obligaba a refugiarse en algún sitio fresco.

    Ya era noche y decidimos quedarnos a comer en la ciudad. Curiosamente, las calles se iban vaciando del tráfico pero se iban repoblando de turistas y paseantes que salían a tomar el aire fresco, aunque corría poco viento, después de un día caluroso y algo húmedo.

    Caminando llegamos a la calle Balcarce, una de las vías en la que se concentran las peñas folklóricas. Era una artería llena de vida y de restaurantes iluminados en sus fachadas. Algunas casas tenían un cierto estilo neocolonial y un par de edificios evocaban al Art-decó. Los árboles parecían descansar el tronco sobre los muros.

    © T. Torres-HeuchelSe comía al aire libre y el rumor de la música y las charlas encendidas invadía el lugar. No teníamos reserva pero, pese a la gran cantidad de lugareños y turistas que pretendían ingresar, un mozo en la peña La vieja estación nos halló una mesa libre. Como queríamos hacer honor al país del bife­ –nos faltó originalidad– ordenamos una parrilla de carnes, vino tinto y aguas con gas. Mi vocación vegetariana tuvo que bajar la guardia.

    En esos días Argentina era un país barato, pero comprobamos que las zonas turísticas esquivan las crisis económicas gracias al dólar que es la moneda madre en esos territorios. Nos ofertaron quedarnos al show folclórico que empezaría a las 10 de la noche: 70 euros al cambio, por persona. Estábamos cansados y con los bolsillos vacíos así que preferimos dejar el zapateo de las chacareras, el sonido de la zamba –el baile amatorio por excelencia en el norte argentino–, y las cuecas norteñas para otro momento de entusiasmo por las tradiciones musicales locales.

    Era miércoles, nuestro segundo día en Salta. Ni mis acompañantes ni yo, como dije, habíamos estado antes en el norte argentino. El plan de la jornada era ir hacia los Valles Calchaquíes, la zona de producción de vinos más importante de la región. El guía nos recogió del hotel a las ocho de la mañana y subimos a un minibús ya ocupado por otros turistas. Seguiríamos la denominada Ruta del vino de Salta que nos llevaría por paisajes dominados por montañas coloradas situadas sobre los 1600 y 2400 metros.

    En las tres horas iniciales del viaje, el guía nos puso al tanto de la importancia de la región en la historia independentista de Argentina y, claro, nos habló del vino, uno de los mayores orgullos nacionales sobre la mesa. Se estima que Argentina produce más del 6% de la producción mundial de vino y que Salta es la responsable del 1,5% de ese total. Después de un par de paradas programadas para las fotos y compra de artesanías, llegamos a Cafayate.

    Las calles ardían al mediodía. El sol había vaciado el asfalto y, en ese momento, era  difícil imaginar que el pueblo era una especie de imán para el turismo regional. Aun así era evidente que su historia estaba muy unida a la producción de los viñedos que existían en la zona. El paseo incluía la visita a una bodega así que en menos de media hora yo estaba con los efectos de mi apurada degustación de vinos. No había probado bocado desde el desayuno, entonces la cata terminó siendo de lo más alegre. Volvimos a Salta al anochecer acompañados de una torrencial tormenta.

    © T. Torres-HeuchelA la mañana siguiente, temprano, fui a la terminal de buses a comprar los billetes para viajar en bus ese viernes hasta Buenos Aires. El resto del día lo ocupamos deambulando por la quebrada de San Lorenzo. Nacida como una zona de veraneo, es hoy el lugar de residencia de gente acomodada. Es un sitio con buena infraestructura turística que se presta ideal para caminatas, paseos en caballo o ciclismo de montaña. Pero la historia dice que no siempre fue así: antes corrió sangre junto al río.

    En 1814  la quebrada sirvió de trinchera natural a las tropas patriotas que resistieron al ejercito pro-español y que estuvieron comandadas por el General Manuel Dorrego. La batalla fue uno de los hitos de las tropas independentistas e impulsó la denominada Guerra Gaucha, una especie de guerra de guerrillas liderada por el prócer argentino Martín Miguel de Güemes, un evento que marcaría al movimiento libertario de la región en su tarea de defensa de la frontera norte ante los ataques de los ejércitos realistas (1810-1825). El término gaucho, que alude al personaje rural, al jinete nómada asociado al mate y al asado que definen hoy el paladar argentino, nació en esa Guerra gaucha.

    Dejamos el hotel pasado el mediodía del viernes rumbo a la terminal de buses. Llegamos y, a los pocos minutos, nos dimos cuenta de que algo inusual ocurría en el lugar. Los transportistas se habían declarado en paro, una hora antes, y ningún bus saldría a ningún lugar. Claro que esa información nos llegó por cuenta gotas desde distintos pasajeros y no desde la empresa que nos había vendido los boletos el día anterior. Cuando los pasajeros se acercaban a las ventanillas, los encargados se negaban a confirmar el paro y pedían esperar por las noticias. Así nos quedamos por las siguientes cuatro horas.

    Junto a nosotros estaban los pasajeros locales que tomaban con calma la medida, pero también una veintena de alarmados turistas de distintas procedencias. En inglés, en francés y en alemán se transmitían entre ellos las novedades que creían haber entendido. Todos tenían un español que les permitía comprender algo del problema, pero que no los habilitaba como para hacer mayores indagaciones y menos para hacer entender sus preocupaciones o reclamos.

    Desde el otro lado de los mostradores, entre una veintena de empleados de aspecto universitario, no había nadie que pudiese comunicarse con los turistas en alguna de sus lenguas, incluido el inglés. Ante esa situación, al poco tiempo me había convertido en una especie de vocero de los afectados extranjeros y negociadora de las devoluciones de dinero por compras de tickets hechas en efectivo. Este simple dato debería servir para intensificar el estudio del español entre quienes se animan a viajar por Sudamérica y, también,  para promover  en estas tierras el estudio de algún idioma estándar entre quienes trabajan con gente de diversas procedencias.

    Nos enteramos que las fuertes lluvias de los días pasados habían anegado varios barrios en Buenos Aires, incluido el tradicional y flemático Belgrano, y obligado al cierre de sus dos aeropuertos. No era posible volar a la capital y muchos turistas debían retornar a sus países desde Buenos Aires ese mismo fin de semana. Corría un aire de espanto. Nadie quería quedar atrapado entre la tormenta del cielo y la de los transportistas.

    Imagen: Gobierno de SaltaEn medio de la situación, uno de los viajeros locales nos contó que los argentinos preferían volar ­–a viajar en bus– porque los precios de los billetes para las rutas nacionales estaban subvencionados por el Estado. “Aquí, los únicos que se hacen problemas son los turistas. A mí me devuelven el dinero y compró un ticket en avión, casi por lo mismo, el lunes”, dijo.

    Ante el paro de ese día no tuvimos más remedio que volver a nuestro hotel. Por suerte tenían una habitación libre por esa noche, pero nos aclararon que no podríamos quedarnos ni un día más ya que el hotel estaba reservado a pleno para el sábado y domingo. Así nos enteramos que las bodas compiten con el turismo en los hoteles campestres durante el fin de semana. Al día siguiente, muy temprano, intenté averiguar sobre las decisiones asumidas por los transportistas, pero fue una tarea inútil. El hotel no tenía esa información y tampoco la jefatura policial de Salta.

    Como no había tenido la buena idea de conseguir el número telefónico de contacto del líder de los transportistas parados, no tuve mejor opción que llamar al periódico El Tribuno de Salta, en la esperanza de encontrar a algún periodista de turno. Consejo: si quiere obtener la mejor información, acuda a un periodista. La reportera me informó que el asunto se había “resuelto” minutos antes y me aconsejó salir corriendo hacia la terminal de buses, pues era una decisión empresarial que, sin embargo, no garantizaba la continuidad del servicio por muchas horas: los sindicatos habían amenazado con bloquear las vías al terminar el día e iniciar un paro indefinido al mismo tiempo.

    Dicho y hecho: ¡Salimos corriendo!

     

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    Viaje adolescente (PARTE II): A mochila y bus en el altiplano boliviano
    Viaje adolescente (PARTE III): Historias de tren andino

    2 Comentarios

    1. Paul Stach's Gravatar Paul Stach
      06 06UTC mayo 06UTC 2016    

      Eine Freude den vierten Teil dieses Reiseberichtes zu lesen. Sehr interessant und gut geschrieben. Bin schon gespannt, wie es weitergehen wird.

      • Teresa Torres-Heuchel's Gravatar Teresa Torres-Heuchel
        07 07UTC mayo 07UTC 2016    

        Danke Paul für dein Lob. Es fehlen noch zwei weitere Kapitel (Buenos Aires ganz natürlich: Begegnung mit dem Tigre und Colonia del Sacramento: fado da saudade) bis die Erlebnisse dieser Reise, die wir sehr genossen haben, und die uns von Bolivien nach Argentinien und in eine Ecke Uruguays führte, zu Ende erzählt sind.

        Vielen Dank fürs Lesen, Kommentieren und Warten!

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